
Brillantes, perlas y diamantes formaban un cuadro digno de la época en la que se estaba viviendo.
Los mozos comenzaron a servir las pequeñas cantidades de alimentos exóticos, cálidos, mediterráneos, traídos de todas partes del Mundo, con destino al estómago dorado de aquellos comensales. Sirvieron distintos tipos de mariscos y pescados, con aroma a mar y dinero gringo. Carnes rojas que jamás había visto (quizás entre mamíferos y reptiles que los vegetarianos luchan por defender).
Preferí salir al fresco atardecer, en eso pude observar a un hombre viejo, sucio, desgastado, de ojos vencidos; resfregándose en los olores de los desperdicios. Comiendo como fiera las sobras putrefactas que tragaba con tanto placer, que sonreía de felicidad. Entre bolsas negras, rotas, escurriendo entre jugos y líquidos verdosos que aceleraban su necesidad de comer, sin respirar, sin levantar siquiera un ojo. Pegado a la vereda, sin temor o rencor, sin pensamiento alguno. Sin ningún tipo de Dios, sin beneficencia. Sí, era una mezcla de sufrimiento y hambre, de humildad, de existencia.